Advertencias
para la instrucción de una antropología
en torno a la desdicha del anciano, enfermo y moribundo
Santiago
Martínez Magdalena
cn020844@can.es
Resumen:
El estudio antropológico de la enfermedad (illness and sickness), el sufrimiento y la muerte en una institución geriátrica de Navarra (España), demuestra el valor de estos conceptos como creencias tradicionales que explican y rigen la conducta humana en relación con los imparables acontecimientos que jalonan la vida, otorgándoles un significado compartido por la comunidad, la que, irremediablemente, retrae su identidad sobre la tradición misma. La intención pedagógica del anciano resume ejemplarmente, hasta su demencia senil, nuncio de las postrimerías de la vida y el tránsito de la muerte, el sentido póstumo del valor de la vida.
I. Introducción.
Es, acaso, como pensó Heidegger, la libertad para la muerte la que desvelará el sentido, profundo, que queramos conceder al padecimiento -no siempre íntimo- que hagamos nuestro. Si preferir una cosa antes que otra distinta -la muerte sobre una vida de sufrimiento- constituye un acto volitivo contrario a la razón o a la fe compartida, debemos reconocer en él que, de su -a nuestro entendimiento- sinrazón o incredulidad, responde, paradójicamente, una mera creencia (tanto en sentido cognitivo como religioso). Precisamente, habrá arraigado en el corazón del enfermo la creencia de la necesidad de la muerte. Así, el valor de la vida habrá de cambiar por cuanto la enfermedad y el dolor le dan otro significado, velado si se quiere. Ahora, la muerte es valiosa, apetecible, beneficiosa. No la vida. No la conservación de una vida así (inválida, impedida). Esta liberación de la angustia (del temor a la muerte) es entendida de este modo en cuanto creamos justa la propia muerte. Jamás si, de nuevo, creemos -como dispone la tradición- que la muerte es horrible (enfermedad y sufrimiento), prolongación perpetua de esta vida que nos destruye. Al fin y al cabo, aunque todo parezca reducirse a una simple cuestión de conformidad o rebeldía, bien es cierto que se trata de escoger una idea con firmeza, desconfiando de la duda y asumiendo la responsabilidad que de ella se derive. Estas consideraciones de filosofía ordinaria bien poseen, en el pensamiento que guía nuestra acción, una importancia pocas veces reconocida, puesto que el conocimiento del mundo y las enseñanzas de la vida para el recto vivir y bien gobernarse en ella, nos son prestadas, sin crítica, por el discurso científico u oficial. La intención pedagógica del anciano, como se verá, señala esta necesidad.
La conversación con personas decrépitas acerca de las postrimerías de la vida (asilados en nuestro caso) revela la desazón que sienten cuando hacen suyo el abandono. Carecen de serenidad, y la paciencia es, generalmente, fingida. Pero esta, y no otra, es su creencia. No aprehenden la enfermedad como una oportunidad única y relevante en su vida que pueda aportarles enseñanzas novísimas o sentimientos religiosos. Esto es lo que, en principio, parece. Pero no es así siempre, no podría ser así. Y, si no lo es, ¿cómo sufren? Probablemente porque la misma tradición no se doblega con facilidad ante las sublimes pretensiones de unas personas que persiguen el sentido íntimo y confiado que, más que conjure, concilie la enfermedad con el hombre.
Evidentemente, la vida de las personas se distingue y recuerda mediante los sucesos vitales que experimentan, como hitos o mojones que fijaran y limitaran las heredades y anexiones privadas en una tierra por la que todos quisieran pugnar. J. Stoetzel hace notar cómo la memoria constituye una interpretación personal -también colectiva-, conservada mediante la constante reestructuración del sentido. Es decir, el significado de los acontecimientos (atribuido culturalmente) resulta esencial para el recuerdo, que se identifica como hito afectivo, como símbolo y precepto. Si bien es cierto que estos linderos pueden interpretarse sobre acontecimientos socioeconómicos y culturales -como, e. gr., el casamiento-, nos interesa más estudiar las creencias y valores concedidos a cambios de origen físico -como, e. gr., la menarquia y el climaterio-. Sin embargo, además de advertir las relaciones somatopsíquicas, observaremos el significado de la enfermedad -es decir, los síntomas desde una perspectiva sociocultural- si comprendemos que "la enfermedad modifica la situación social del sujeto". En efecto, la enfermedad, lejos de consideraciones médicas, posee un sentido íntimo, privado, como dolencia y padecimiento -lo que, en otro lugar, hemos denominado idiopatía-, y, al mismo tiempo, un significado comunitario -demopatía-. La expresividad de los síntomas en torno a las sensaciones de amenaza y dolor, así como su ideología y correspondencia socioeconómica, determina, de un modo definitivo, la índole comunitaria que dicta, normativamente, las relaciones entre las personas.
Del mismo modo que a partir de estos mojones vitales se comprende el sentido profundo del mundo y de la vida humana, interpretados con un carácter moral, encontramos similar característica respecto a los rasgos físicos y la decadencia orgánica. En efecto, lo pobre y malvado es atribución de lo feo y deforme. La tradición refiere las correspondencias morales de la disposición orgánica y evolutiva. La enfermedad y a la vejez son así fealdad, como la misma muerte es horrísona y mísera, y el cadáver torpe (rígido) y abominable. A cada época o tránsito vital le corresponde una compostura (cfr. la escena séptima del segundo acto de As you like it, de W. Shakespeare). La imputación de culpa o delito, especialmente en las atribuciones del carácter como de la edad, descansa históricamente en una intención política. Es decir, la comunidad cultural, lejos de considerar la extravagancia, la senilidad o la locura como desviación de la norma -institucional o tácita-, dispone los criterios conductuales por los que se define con precisión qué se considera extravagante, senil o loco. De otra manera, el comportamiento no identificado así es considerado con otra condición: herejía, crimen, idiotez o brujería.
II. La enfermedad y el enfermar expresados por el anciano.
Considerando la hipocondría como exculpación de la responsabilidad personal respecto de los síntomas corporales -no así respecto de los mentales-, no pensaremos cosa distinta que esta: la enfermedad es un modo de expresión interpersonal; esto es, una forma de comunicación humana que pone a los hombres en relación con los accidentes de la vida y los avatares del mundo. Evidentemente, los síntomas corporales adquieren significación clínica en la expresión de los conflictos intrapsíquicos, pero, además, el valor cultural concedido, tanto por el enfermo mismo como por quienes cuidan de él -aquellos, solícitos, que administren la cura-, determina el sentido antropológico que explica esta relación entre la esperanza y la voluntad de curación , o, más comúnmente, entre paciente y cuidador. No sólo porque el síntoma puede ser un símbolo de posición social (es decir, que identifique a un paciente por su modo de vida), sino porque el padecimiento hace de quien lo experimenta persona iluminada, probada por Dios y santa, digna. Esto es, la enfermedad dignifica a la persona enferma. Además, el dolor es primeramente íntimo, como la enfermedad privada, y compartirlos (enfermedad y dolor) significa transmitirlos, mostrarlos, ejemplarmente, con intención moral. Es esta pedagogía del enfermo la que, especialmente en el anciano moribundo, permite una relación de ascendencia dominante sobre el cuidador. La enfermedad expresada es un legado moral. Así pues, y en el cristianismo, de manera contraria a la definición de hipocondría dada supra, los síntomas corporales, al ser expresados conforme a asunción de la culpa, son asumidos como castigo del pecado; es decir, los síntomas (como oculta manifestación de los obstáculos del cuerpo) son moralizados. En efecto, la enfermedad es cita y penitencia, y así "el enfermo, por muchas camas que mude, nunca tendrá descanso hasta que se le quite el dolor que es causa de su desasosiego (Con él trae) la enfermedad del amor mundano. Hasta que de él (se desnude, no descansará) en las camas de las honras, riquezas y deleites. Sólo en Dios (hallará) descanso", dice Fray Diego de Estella en La vanidad del Mundo (III parte, cap. 4, líneas 7-11). La queja expresada, por tanto, bien entendida la creencia cristiana, no exculpa al anciano enfermo, sino que, contrariamente, el padecimiento es firme consecuencia de su conducta. Con esto, la enfermedad no es ajena al enfermar. Aquella se adquiere mediante una conducta impía y se inviste, de tal forma, con un sentido de ocasión y prueba moral. Esta es la dignidad del enfermo y del anciano, en cuanto sean contritos.
El enfermo pretende de su cuidador compasión. El síntoma expresado no es sino la cosa de la cual se habla, interpretada en común según la tradición; es decir, símbolo consensuado culturalmente, entre el enfermo y su cuidador. Este entendimiento, propiciado precisamente por el síntoma expresado, establece la relación de conmiseración. El enfermo no padece solo. Más bien habla sobre la desgracia en la vida, mientras el compadeciente comprende y acompaña este pensamiento. Reconociendo la universal debilidad humana, ambos son enfermos y ancianos, pues la muerte es impredecible. Esta reunión ante la desgracia común sanciona el sentido cultural de la enfermedad y el enfermar. Si el dolor es privado (en cuanto se lo apropia el enfermo), el síntoma deja de serlo al ser expresado. Su definición posee una intención pedagógica: enseña algo, lega un bien cultural determinado que pone a los interlocutores (paciente y cuidador) en relación con el sentido profundo del mundo.
Frankl define el sufrimiento como valor de actitud. La existencia cobra sentido no sólo por el trabajo (valor de creación) o el goce (valor de vivencia), sino, especialmente, por la actitud ante el sufrimiento. Es éste el supremo valor, oportunidad inestimable para acabar el propio destino y obtener la plenitud definitiva. Así es como el sufrimiento da sentido a la vida, sólo cuando "sea realmente fatídico". Esta es, también, la idea esencial de la enfermedad en la concepción cristiana, tan cercana a nosotros si consideramos que nuestros ancianos residentes son, en su mayoría, y dada su generación y circunstancias actuales (enfermedad, vejez, soledad, etc.), profundamente religiosos. Sobre los delirios religiosos hablaremos más adelante. Lo que ahora nos importa es subrayar que la enfermedad, como el dolor, poseen un sentido pleno en la mente del anciano religioso. En efecto, si el dolor es resultado bioquímico, exige interpretación; no solo porque también es una experiencia subjetiva, sino, además, porque se cuenta con una tradición interpretativa, es decir, sociocultural. Ahora bien, el dolor no es la única consecuencia de la enfermedad. También lo son la fatiga, el desasosiego y la angustia, el abandono y la soledad, la incertidumbre, el miedo, la ira y la aflicción, la miseria, el castigo, el destino, la maldición -o, incluso, la bendición-, el misterio, la vocación, la reafirmación, la iluminación divina o la pérdida de lucidez y el obscurecimiento de la consciencia ; pero, especialmente, lo son la invalidez o inutilidad, el entorpecimiento y la rigidez, la deformación, el desmembramiento, la contaminación, la fealdad, la vejez y la demencia, y, finalmente, el horror a la muerte, la semejanza progresiva del cadáver.
III. La intención pedagógica del anciano.
En la relación del anciano para con los jóvenes se observa, según nos parece, una acusada intención pedagógica. Es decir, si el anciano considera su vida valiosa -al menos en parte por su perspectiva y experiencia-, cosa natural a su entendimiento será, si no adoctrinar al joven, sí prevenirle y conducirle por entre las dificultades de la vida, que la sabiduría anciana ilumina. Esta intención, que no pretende sino su reconocimiento por parte del educando, promoviendo en él veneración y sumisión, proporciona al anciano, esta vez educador, la ascensión y el reconocimiento que le permita domeñar su vida. Eta enseñanza, testamento moral, restaura la imagen tradicional del hombre. El joven es ignorante, liviano y dado a la vanidad. La doctrina -y su disciplina-, redentora. Existe un destino claro al que debe dirigirse el hombre, un destino cristiano en el que sólo la experiencia, la instrucción o la gracia son guías ciertas que aseguren el recto camino. El cuerpo es constantemente amenazado por la enfermedad y la debilidad, y el discípulo debe estar vigilante, previniéndose de la molicie, pero también de la envidia. Los ancianos, como los tutores y los ayos, sustituyen a los padres. Así dirá Bartolomé de Carranza en su Catechismo Christiano : "También entran en este oficio de padres (aunque en menor grado ) los hombres ancianos que son ya de mucha edad. De esto mandó Dios por Moisés en el libro de la ley: Delante de la cabeza que está ya cana, levantarte has; levántate y honra la persona del viejo (Lev. 19, 32). A todos éstos, que suceden en el oficio de padres, mandan las leyes divinas y naturales que les demos honor y obediencia. Así lo enseñan los santos de nuestra religión, y antes que ellos lo enseñaron los preceptores de la filosofía natural ". Así pues, la actitud del joven ante el anciano debe ser, no ya la del educando ante el maestro (silenciosa, humilde, discreta), sino la del hijo ante el padre: obediente, amorosa y reverente dirá Bartolomé de Carranza.
Sin embargo, es sabido que, en nuestra cultura contemporánea, la enseñanza del anciano es menospreciada y rehuída. El dominio sobre las generaciones posteriores, por razón educativa, sobrepasada y anticuada la ciencia del anciano, queda degradado por la soberanía juvenil (soberbia y rebeldía tradicionales, pero también, en nuestra época, éxito y autonomía). El testamento moral, el pensamiento familiar, no es transmisible. El fin es definitivo e irrecuperable la memoria. Tampoco es transmisible a los nietos o sobrinos, por la divergencia con los criterios educativos que impone la potestad paterna (en consonancia con los nuevos tiempo, y criticados los errores educativos de los padres -hoy abuelos- que experimentaron como hijos -hoy padres-). Empero, este dominio perdido del anciano aún impera en aquellos asuntos comunitarios que demandan reunión y sosiego ante los misterios vitales: así en la bendición de los hijos, nietos y sobrinos en el tránsito de la muerte; los legados en vida (como, e. gr., el desprendimiento de objetos valiosos e íntimos) y mandas testamentarias; y la vida ejemplar del muerto, comentada en el velatorio y la conducción del cadáver; así como, finalmente, el sentido póstumo de la vida en el entierro y el recuerdo del finado.
IV. La demencia senil, nuncio de las postrimerías de la vida.
Una de las características recurrentes que hallamos en los delirios de ancianas esquizofrénicas, en las postrimerías de sus vidas, es el motivo demoníaco con ánimo homicida o lesivo. En efecto, la significación religiosa de semejante tema nos es revelada si atendemos a las creencias de estas pacientes. Los diferentes matices de estos delirios nos informan del temor de ser ajusticiado, sin que se muestre acaso la culpa por una vida malvada, sino más bien lo contrario: vidas ejemplares en las que el rezo o la guarda de santos y personajes sagrados, tanto como reliquias, así como la súplica de la intervención de sacerdotes u otras autoridades (como la policía), expresan su dignidad. Pero, no dudaremos de su significado religioso si, además de esto, procuramos entender que los agentes maliciosos no dejan de ser otra cosa que demonios o sombras, impíos o judíos. Estos agentes de la iniquidad pretenden martirizar a los enfermos en forma de enfermedad o dolor. Así es como, sin comprender por qué, a pesar de su vida recta, estas enfermas, al sentir la molestia de la enfermedad o la incomodidad de su vejez, dicen, e. gr., ser martirizadas por judíos. A la pregunta "¿qué le causa el dolor?" no responden con la enfermedad o la vejez, sino que, con la convicción característica del pretendido delirio, responden: "los martirios, me están echando martirios los judíos", o "los demonios, que me quieren decapitar". Claro que apenas lo consiguen, puesto que si en el primer caso el martirio es remediado mediante el rezo persistente (con ayuda de un rosario familiar, o de un pañuelo), con la creencia, además, de que la Virgen se lo impide, en el segundo caso se suplica la ayuda de la policía o de un sacerdote. Pero, sin perder un aspecto de suma importancia, démonos cuenta cómo el rezo, la protección de la Virgen o la intervención sacerdotal o autoritaria (quien tenga poder para ahuyentar o combatir a los agentes del mal o, mejor aún, quien tenga la gracia o facultad de administrar cuidado y refugio al enfermo que lo demanda, gracia o facultad socialmente sancionada), dignifican la vida de estas personas. Es decir, reafirman la creencia original de que su vida fue ejemplar, sin malicia que merezca ser aborrecida. Las enfermas delirantes se humillan admitiendo ser martirizadas, con lo que, sumisas, requieren el cuidado y la cura de aquellos que, socialmente, se dicen solícitos, misericordiosos, aquellos que se dignan ser cuidadores y administradores de cura. Ahora bien, ¿qué significa esta sanción social? Más bien debiéramos tratar aquí, según creo, de sanción comunitaria, donde, precisamente, enfermo y cuidador comparten la creencia en el origen y remedio de la enfermedad o en lo que hemos dado en llamar la enfermedad y el enfermar. El entendimiento mutuo entre esta solicitud de cura de quien padece y la administración de la misma por quien la creencia compartida entre ambos inviste con tal gracia o facultad, sería imposible si, en efecto, no se compartiese esta creencia que, al unirlos en un hecho solidario, se revela como comunitaria. Aquí radica, quizá, el éxito popular de los curanderos y la incapacidad del cuerpo médico institucionalizado, oficial y hegemónico, para comprender el padecimiento del pueblo llano.
Del mismo modo, es en la demencia senil donde se comprende este sentido profundo del padecimiento. Si bien suponemos que la consciencia del demente se ha perdido ya (aunque se sabe que no del todo), dada su merma intelectiva y sensorial, es en las creencias y el comportamiento de sus cuidadores donde observamos esta relación. Pero, además, a pesar del pretendido embrutecimiento del anciano demente, éste reacciona emocionalmente, con ira, tristeza o alegría, etc. ante aquello que le rodea y lo enfurece o entristece, o alegra, por algún motivo ignorado si se quiere, pero que, evidentemente, posee un significado no sólo para sus cuidadores, puesto que mediante tales reacciones e intenciones establecen aquéllos su peculiar relación afectiva con éstos. ¿Acaso la pérdida del juicio no significa nada para el demente senil, si, como vimos supra, lo significa para el loco? Repárese, por ejemplo, en las reacciones catastróficas propias de la demencia, o la misma confabulación.
Si la enfermedad para el anciano es nuncio de la muerte, la desesperanza y el fatalismo es la razón por la que la angustia se acentúa hasta deshacerse en violencia y amargura. Así, finalmente, la enfermedad es la presencia viva del cadáver, el recuerdo perpetuo del final de la existencia; y si no lo fuera así para el demente, sí lo es para sus cuidadores, familiares y, en fin, para la comunidad donde vive, que, claro es, lo reconoce como inconsciente, loco o moribundo.
V. Las postrimerías de la vida y el tránsito de la muerte.
Si el sentido cristiano de la enfermedad se interpreta como norma, como instrumento de justicia al promover el orden por el espíritu, disponiendo el pecado como delito y la enfermedad como pena, ¿no enseña la vejez, del mismo modo, mediante el diálogo con sus padecimientos, "la vanidad de las cosas corporales y transitorias para que no nos engañen?". En la vejez ha de comprenderse la vanidad y locura de las cosas terrenas, pues la hermosura, como la lozanía de la mocedad, no son otra cosa que gracias perdidas al fin en el camino hacia la muerte. Considerando, sin embargo, que el sufrimiento humano no siempre es debido al pecado, la vejez, como la enfermedad, no es otra cosa, pues, que una oportunidad para redimir al hombre, puesto que ambas son recuerdo y advertencia de la muerte. Con esto, si no es de extrañar el afán ascético por el dolor y la tribulación, el diálogo que establece el anciano enfermo con sus dolencias (o mediante ellas), con intención pedagógica, otorga un sentido transcendente a semejante relación, la cual no es comprendida ni por el mismo anciano ni por su cuidador. Así es como la creencia cristiana tradicional, en la que se entendía la enfermedad y la muerte como separación del alma, ruptura con el pecado terrenal y transformación espiritual, se ha vuelto contemporáneamente incomprensible, rechazándose el sufrimiento redentor por una dignidad higiénica, cuando el diálogo con los síntomas permanece, paradójicamente, como modo insensato de comunicación (no sólo porque el padecimiento por amor de Dios debe ser secreto, como recomienda San Alfonso María de Ligorio). Esta conservación, con un sentido velado, de tan sutil relación humana, es observada, de manera más acentuada, en las personas que provienen de culturas tradicionales, especialmente rurales.
Si en la concepción cristiana el mal está en este mundo y el bien más allá, la vida es mero tránsito, un peregrinaje. Evidentemente, existen dos vías de conducirse en el mundo. La recta vía, imitación de Cristo, es apreciada y buscada por el buen cristiano, alejado de las vanidades mundanas. "Quien ama a Jesucristo ama el padecimiento", y "todo lo sufre por Jesucristo, especialmente las enfermedades, la pobreza y los desprecios", dirá San Alfonso María de Ligorio en 1768. Si el enfermo cristiano, como mártir santo, persigue una muerte que lo redima, el impío la aborrece y maldice tanto como la enfermedad, deseánodolas, a no tener remedio, con la pérdida del sentido. Así, "resulta, pues, que, a la postre, la muerte física, en sí, no es ni un bien ni un mal, sino algo con significado totalmente distinto para el justo y para el pecador empedernido". La enfermedad, como la vejez, sobrellevadas con paciencia y humildad, provee al hombre de méritos en la tierra para su salvación futura. Si la vejez es por sí misma oportunidad de examen de conciencia y repaso de la vida, corrigiendo errores, pagando deudas y enmendando culpas irreconciliables, precisamente la enfermedad en la vejez redobla esta necesidad, puesto que hemos de entender que el tránsito de la muerte se acerca y es tiempo de disponer mandas y legados póstumos.
VI. Conclusión.
El estudio antropológico de la enfermedad, el sufrimiento y la muerte en población anciana institucionalizada en residencias geriátricas demuestra el valor de esos conceptos como creencias tradicionales que explican y rigen la conducta humana en relación con los irrefrenables acontecimientos que jalonan la vida, otorgándoles un significado compartido por la comunidad, la que, irremediablemente, retrae su identidad sobre sí misma. Las creencias cristianas sobre el sufrimiento, fundamento de las concepciones contemporáneas de la enfermedad y el enfermar en los ancianos, confieren, de manera velada e incomprensible para el anciano enfermo y sus cuidadores, un significado pleno a la relación que se establece entre ellos; relación dada, de manera peculiar, mediante el diálogo generado a partir de los síntomas corporales, reconciliándose (ancianos y cuidadores) en el padecimiento compartido, sentido profundo del mundo. La intención pedagógica del anciano resume ejemplarmente, hasta la demencia senil -nuncio de las postrimerías de la vida y el tránsito de la muerte- el significado póstumo del valor de la vida. La expresión de los síntomas es, definitivamente, conciliatoria.
Notas
(1) La creencia en la injusticia de una pronta muerte llevaría al enfermo a la rebeldía, la negación o la resignación.
(2) La literatura sobre la atención (de todo orden) al moribundo y su sanidad espiritual (enseñando a bien morir) es abundantísima. Las concepciones acerca de la muerte y la forma honrosa en el morir, así como la manipulación del cuerpo en vida (en la enfermedad) y el tratamiento del cadáver, son, asimismo, dignas de mención. Citaremos, como ejemplo, algunos estudios: las obras de L. V. Thomas son bien conocidas (entre otras: El cadáver. De la biología a la antropología, F.C.E., México, 1989; Antropología de la muerte, F.C.E., México, 1983, etc.); asimismo, lo son las de M. Vovelle (La mort el lOccident de 1300 à nos jours, Gallimard, París, 1983) y Ph. Ariès (La muerte en occidente, Arcos Vergara, Barcelona, 1982; y El hombre ante la muerte, Taurus, Barcelona, 1983); sobre la asistencia contemporánea al moribundo, citemos, por ejemplo, a O. Mittag (Asistencia práctica para enfermos terminales. Consejos para la familia y para la hospitalización, Herder, Barcelona, 1996). Muchas otros autores podríamos sugerir, como E. Morin, etc. Bástenos por ahora.
(3) Psicología Social, Marfil, Alcoy, 1982, pp. 115-125.
(4) Haynal, A. y Pasini, W., Manual de Medicina Psicosomática, Toray-Masson, 1980, p. 3.
(5) Martínez Magdalena, S., Ensayo sobre la concepción de la enfermedad y el enfermar, fundamento de la terapia y cura, Valencia-Tudela, verano de 1995, manuscrito inédito.
(6) Haynal y Pasini, op. cit., pp. 28 y ss.
(7) Comelles, J. M. y Martínez, A., Enfermedad, Cultura y Sociedad, Eudema, Madrid, 1993.
(8) Caro Baroja, J., Historia de la Fisiognómica. El rostro y el carácter, Istmo, Madrid, 1988.
(9) Así en el pensamiento católico. Por ejemplo, en Fray Diego de Estella, La vanidad del mundo (1562 y 1574), I parte, cap. 39, líneas 51-55 y 74-77, y cap. 40, líneas 21 y ss. (introducción, etc., de P. Sagüés, D.F.N. y Ed. Franciscana "Aranzazu", Madrid, 1980).
(10) Ionescu, S., Catorce enfoques de la psicoterapia, F.C.E., México, 1994 (citando a Devereux en el cap. dedicado a la perspectiva etnológica).
(11) Avia, M. D., Hipocondría, Martínez Roca, Barcelona, 1993, p. 19.
(12) Zulaika Calvo, B., y Gómez Castillo, D., "La enfermedad como modo de expresión en los ancianos: apuntes desde una teoría de la comunicación y la medicina psicosomática", Geriátrika. Rev. Iberoamericana de Geriatría y Gerontología, vol. 6, nº. 8, 1990, pp. 54-59.
(13) Haynal y Pasini, op. cit., passim.
(14) Martínez Magdalena, S., El visitador del pobre; el visitador del preso, Valencia, manuscrito inédito en memoria de Dña. Concepción Arenal, noviembre de 1994.
(15) Frankl, V. E., Teoría y Terapia de las neurosis. Iniciación a la Logoterapia y al Análisis Existencial, Herder, Barcelona, 1992, pp. 253-254.
(16) Ibídem.
(17) Morris, D., La cultura del dolor, Andrés Bello, Santiago de Chile, 1993, pp. 15-19.
(18) Thomas, L. V., El cadáver. De la biología a la antropología
(19) Comentarios sobre el Catechismo Christiano, 1558, edición crítica y estudio histórico por J. I. Tellechea, B.A.C., Madrid, 1972, 2 vols.
(20) Loc. cit., II tabla del decálogo, que ordena a los hombres unos contra otros. Cuarto mandamiento: de la honra que debemos a los padres naturales, líneas 5225-5231.
(21) Ídem, líneas 4571-4573.
(22) Aguirre Baztán, A., Estudios de Etnopsicología y Etnopsiquiatría, Marcombo, Barcelona, 1994.
(23) Martínez Magdalena, S., Ensayo sobre la concepción de la enfermedad y el enfermar, fundamento de la terapia y cura
(24) Ibídem, y Martínez Magdalena, S., El visitador del pobre; el visitador del preso
(25) Krassoievitch, M., Psicoterapia Geriátrica, F.C.E., México, 1993.
(26) Ibídem.
(27) Thomas, L. V., El cadáver. De la biología a la antropología
(28) Estella, Fray Diego de, La vanidad del mundo , I parte, cap. 80, líneas 6-7.
(29) Apud Fray Diego de Estella, op. cit., parte I, cap. 81.
(30) Así en la parte I, cap. 80, líneas 76-78 de la op. cit. de Fray Diego de Estella.
(31) Caro Baroja, J., Las formas complejas de la vida religiosa (Religión, sociedad y carácter en la España de los siglos XVI y XVII), Sarpe, Madrid, 1985, pp. 165-166.
(32) Thomas, L. V., "Lo sagrado y la muerte", en J. Ries, Tratado de antropología de lo sagrado, 1. Los orígenes del homo religiosus, Ed. Trotta, Madrid, 1995, pp. 215-260.
(33) Práctica del amor a Jesucristo, 1768, cap. XIV, I (Rialp, Madrid, 1992).
(34) Thomas, L. V., "Actitudes colectivas hacia los ancianos: un problema de civilización", en H. Bianchi et alii, La cuestión del envejecimiento. Perspectivas psicoanalíticas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1992, pp. 133-170; Garoz Moreno, R., "Antropología de la muerte. Actitudes del anciano ante la muerte en Occidente y en el medio tradicional africano", Geriátrika, Rev. Iberoamericana de Geriatría y Gerontología, vol. 9, nº. 5, 1993, pp. 62-68.
(35) Caro Baroja, J., Las formas complejas de la vida religiosa (Religión, sociedad y carácter en la España de los siglos XVI y XVII) ,p. 149.
(36) Op. cit., caps. V y XIV.
(37) Caro Baroja, J., Las formas complejas de la vida religiosa (Religión, sociedad y carácter en la España de los siglos XVI y XVII) ,p. 165.
(38) San Alfonso María de Ligorio, op. cit., cap. XIV.